Del reconocimiento, en principio positivo y útil, de que toda alteración de la salud va acompañada de alteraciones correspondientes en el ánimo y el comportamiento se ha pasado sin más a la idea de que esas alteraciones del ánimo son por sí mismas un asunto médico […] La dimensión psicosomática de las afecciones físicas se extiende hasta convertirla en una variable médica por sí misma, oscureciendo completamente sus raíces intersubjetivas, sociales e históricas. La tristeza, la soledad, la falta de habilidades sociales, la capacidad de ensoñación, la curiosidad e inquietud calificadas de “excesivas” y desde luego la rabia, la rebeldía, la resistencia a aceptar los patrones conductuales adecuados al consumo y la sobreexplotación se convierten de pronto en “enfermedades” o en preenfermedades.
[…] Se tiende a caracterizar cada uno de estos estados a través de su manifestación extrema (la tristeza es llamada “depresión”, el dolor común es llamado “duelo”, la inquietud infantil es llamada “hiperactividad”, la capacidad de atender simultáneamente a varios estímulos “déficit atencional”), a través de escalas de apreciación completamente vagas que facilitan un verdadero escalamiento diagnóstico, que convierte a un indignado en un inadaptado, a este inadaptado en una persona bipolar, y por supuesto, esta tendencia bipolar en la manifestación de una alteración “endógena”.
Carlos Pérez Soto, “una nueva antipsiquiatría. Crítica y conocimiento de las prácticas de control psiquiátrico” (LOM Ediciones, 2012), p. 32.
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